jueves, 11 de abril de 2013

Monólogos de Carlos Alsina: Chamo, no te me pongas Popy

11 Abril 2013 

Les voy a decir una cosa.

“Chamo, no te me pongas Popy”. Que esta vaina ya está muy frikeada. Los niños de los setenta y los ochenta en Venezuela se criaron en Popylandia. Diony López -cómico presentador y cantante, una mezcla de Torrebruno y Fofó pero en Caracas- fue para ellos Popy, el payaso de los programas infantiles de quien luego se supo que era de trato difícil, digamos.

Su popularidad fue tan enorme que dio fruto a una frase que hoy forma parte de las expresiones coloquiales de los venezolanos: “No te me pongas Popy”, que significa “no te pongas payaso” o “no te pongas cómico”, pero en un sentido muy negativo para los cómicos: “ponerse cómico” es algo así como generar problemas, resistirse o tocar las narices. Cuando los contrarios a Hugo Chávez le llamaban el gran payaso no era para elogiar sus dotes artísticas, sino para despreciarle por andar siempre enredando. Y cuando Chávez decía de los empresarios poco afines “si se ponen cómicos los expropio” estaba avisando de actuaría contra aquel que se le resistiera.

Para los españoles “hacer el payaso” tiene un significado más próximo a la actuación puramente cómica o a ponerse uno mismo en ridículo. Diríamos, por ejemplo, que hizo el payado de un candidato a la presidencia que acudiera a un mítin con sombrero de paja y, justo encima del sombrero, un pajarito de madera que simbolizara el espíritu del difunto líder de su partido, ¿no? O le diríamos, a ese mismo aspirante, “no hagas pavadas” si en pleno mitin invitara al escenario a un doble del líder muerto -un joven que se le parece- sólo para subrayar lo parecidos que son sus rasgos, sus ojos, sus labios, sus orejas. Sí se parece sí, pero no es casualidad, es que Chávez vive y se ha multiplicado entre nosotros. No lo digo yo, claro, lo dijo Nicolás Maduro, de profesión hijo-político de Chávez, en el penúltimo día de campaña electoral en Venezuela, o sea, anoche. Porque el último día, y la última noche, es ésta de hoy.

El final de este tiovivo de actos electorales voceantes, coloristas y plenos de entusiasmo, que han realizado día tras día los dos contendientes: a un lado, el candidato oficial, del gobierno, el que cuenta para su campaña con todos los resortes del Estado, empezando por la televisión oficial cuyas primeras diez noticias son campaña a favor de Maduro y las diez siguientes, también; al otro lado Capriles, candidato de consenso de todos los grupos de oposición (que son varios y casi nunca se ponen de acuerdo) apoyado por el canal privado Globovisión -cuya propia supervivencia está ligada a la derrota del gobierno el próximo domingo-, por los diarios El Universal y El Nacional y con lazos muy sólidos con políticos y empresarios antichavistas que residen fuera de Venezuela.

Capriles ya concurrió a las elecciones de octubre y las perdió -él lo admitió- frente a aquel presidente que se veía a sí mismo como un caudillo y que mantuvo hasta el final de sus días el apoyo mayoritario de la sociedad venezolana. En octubre perdió frente al Chávez original y, a decir de las encuestas, el domingo volverá a perder frente a la copia, este Maduro que ha intentado parecerse en todo a su creador pero que ha evidenciado una dimensión política -y una habilidad para los golpes de efecto- bastante enana al lado del gigante que en todo eso, influencia, predicamento y dramaturgia, fue el difunto.

En las encuestas ha ido Capriles todo el tiempo por detrás pero también todo el tiempo recortando la distancia. Con Chávez perdió, pero con un resultado muy digno; de ahí que en este nuevo intento por ganarle el poder al movimiento chavista se presente el candidato con posibilidades ciertas de dar la campanada. Cuando se convocaron estas elecciones, recién paseado el féretro de Chávez por las calles de Caracas y recién anunciado que su momia quedaría para siempre expuesta como si fuera Lenin, el viento del duelo nacional soplaba en favor del heredero ungido.

La mayoría de los comentaristas en Venezuela señalaban entonces que Maduro estaba en situación de obtener una victoria aún más holgada que la de su maestro en octubre: bastaba para ello que supiera rentabilizar con talento el afecto popular al líder muerto y el sentimiento de orfandad de las clases más bajas. El mensaje electoral se antojaba nítido: muerto el hombre, son los votos los que están en condiciones de lograr que su obra sobreviva. Maduro ha hecho lo que ha podido pero, en este objetivo, ha defraudado. Incluso estando él ahora, a todas horas en la televisión nacional, codo a codo con los vídeos de Chávez, el sentimiento de orfandad permanece. Su empeño en convertir al difunto en un espíritu, a veces reencarnado en un chavista, a veces reducido a la condición de pájaro chiquitico, ha forzado tanto la máquina de la advocación del santo súbito que ha acabado por parecer ridículo, como si hubiera de sacar cada día a pasear al muerto para que gane él las elecciones que Maduro no es capaz de ganar solo.

Por ahí le ha atacado Capriles con reiteración y con saña: presentándolo como un tontaina cabeza hueca (el toripollo) cuyo único mérito es haber sido bendecido por un dedazo y que sólo alcanza a leer lo que le escriben y a encadenar, una tras otra, promesas falsas. El “mentira fresca”, le llama, por prometer que va a arreglar ahora todo lo que, a la vez, presume de que el gobierno anterior dejó ya arreglado. Es verdad que Maduro ha aprobado, en vivo y en directo, en pleno mítin, inversiones en infraestructuras para cada estado, o cada ciudad, donde ha actuado -ayer mismo prometió un acueducto en Trujillo- pero el populismo no es patrimonio del candidato gubernamental; en sus últimos mítines de ayer y hoy está exhibiendo el aspirante su anzuelo más efectista: promete como primera medida subir los salarios un 40 % a todos los venezolanos, funcionarios o no, en activo o jubilados. Un 40 % más de salario mínimo y un 40 % más de poder adquisitivo. Como caramelo de fin de campaña es lo bastante dulce.

Ha enriquecido Capriles su campaña de octubre (más promesas, más) pero cuidándose de mantener a Chávez fuera de sus discursos mitineros. Atacar al difunto puede ser contraproducente, aunque enfrente tengas a su hijo más amado. Si Maduro se ha esforzado en mantener la urna mortuoria del comandante presente, Capriles se ha esforzado en mantenerla lejos de las urnas. Esta noche termina la campaña, chamo, y el domingo a ver cómo queda la vaina y si hay peo: o llega el gran vuelco político o comienzo, formalmente, el neo-chavismo.


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